jueves, 9 de febrero de 2012

ANTONI TÀPIES, IN MEMORIAN. "¿UN ARTE PARA LOS RICOS?"








In memoriam.
¿Un arte para los ricos?
VS 0 | | sección: web | 07/02/2012
Antoni Tapies

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[Acaba de fallecer Antoni Tàpies (Barcelona 1923), uno de los maestros del arte de vanguardia del siglo XX, autodidacta, admirador de Joan Miró, ligados al dadaísmo y al surrealismo en los años cuarenta, cuando fundó “Dau al Set” junto al poeta Joan Brossa y los pintores Joan Ponç y Modest Cuixart, entre otros. Antifranquista militante, fue uno de aquellos pintores que hacía decir a la policía del régimen que “todos los artistas eran comunistas”. Próximo al PSUC y al socialismo marxista, Tapies tuvo una faceta de escritor y teórico. Este texto fue escrito en “lo esencial (…) en mayo de 1969, motivado por una de tantas campañas de prensa que periódicamente se desencadenan en el país contra el vanguardismo”. Fue incluido en la selección La práctica de l´art (Col. Cinc d´Oro, Ed. Ariel, 1970), que un año más tarde fue editado en castellano por la misma editorial en traducción de Joaquím Sampere].



Ha habido muchas discusiones sobre el destino de las obras de arte actual en la sociedad burguesa. En todo el mundo ha vuelto a brotar, bajo la apariencia de las más modernas contestaciones, un viejo tipo de literatura que vuelve a propagar los antiguos tópicos del artista al servicio de la revolución. Es más: se considera mejor abandonar el arte para dedicarse a la revolución. Claro que hoy —a diferencia de lo que sucedía con este mismo género de discusiones en el seno del grupo surrealista— no se sabe siempre de qué revolución se trata. Pero el fantasma de aquellas vanguardias "clásicas" que, según decían, no hacían nada por el proletariado, porque estaban a las órdenes del burgués —actualizado en sus neochanchullos de mercados dentro de la sociedad de consumo—, ha sido de nuevo esgrimido, al servicio, en esta ocasión, de intereses y confusionismos a menudo no tan limpios.

Aunque no fuera ninguna novedad, fue sana y aleccionadora la gran actividad desplegada, en reuniones y coloquios inacabables, por parte de estudiantes, artistas y críticos durante los hechos de mayo de 1968 en París. Estas discusiones, que resucitaron para la juventud un gran número de temas referentes al arte y a la revolución, dieron la posibilidad de aclarar algunos falsos problemas que siempre han estado involucrados en estas cuestiones, y desengañaron también a muchas inocencias utópicas.
No sé si podemos considerar muy optimistas las conclusiones, pero parece en todo caso que, en el terreno del arte, todo el mundo está más o menos de acuerdo en que ya no es posible creer hoy en ninguna revolución que no sea fundamentalmente política, total y continuada —aunque siempre se quiera hacer recaer más responsabilidades sobre el arte y la poesía que sobre otras actividades—, y que, por tanto, lo que hace falta es enfrentarse con el "sistema" en su totalidad.


Los análisis y la terminología usados, así como las analogías que a veces se han establecido entre los problemas de la integración del arte en la sociedad y los asuntos propios de un mercado comercial moderno, no nos aclaran demasiadas confusiones ni han sido siempre bien intencionados. Me pareció muy poco afortunada, por ejemplo, la idea de comparar la voluntad de crear un público sensible, objetivo por el cual siempre lucha el artista, con la idea de abrir mercados nuevos al estilo neocapitalista. Así, el italiano Sanguinetti compara el mundo del arte actual con la economía y ve en él un mercado abierto, con todas sus necesidades de continua novedad, el trust, sus barreras proteccionistas creadas por las galerías, críticos y marchantes, las organizaciones de museos, las bienales, etc. El artista, que nunca ha pensado en ventas ni mercados, se queda naturalmente perplejo y se hace cruces al verse liado con todo esto. ¿A dónde quieren ir a parar? La buena intención final de Sanguinetti era mostrarnos que estos fenómenos del mercado artístico, como los de todos los productos en venta, son en realidad normales y que serán así mientras no cambie el "sistema". "Aquí no ha pasado nada, señores", viene a decirnos. Pero por el camino ha quedado ya la idea de que la finalidad del artista consiste en vender sus obras, lo cual es totalmente falso. Eso es tanto como recriminar a Marx que se hubiera propuesto tan sólo vender sus libros y dudar del valor de sus ideas por el mero hecho de que ahora los burgueses llenan con ellos sus bibliotecas.

Todo esto se ha prestado, por supuesto, a interpretaciones demagógicas, totalmente inmerecidas para el arte auténtico, que siempre ha obrado con unos fines desinteresados indiscutibles. El artista procura por todos los medios "mostrar" sus obras, y la venta de éstas será siempre algo de más a más. "El escritor —y esto es igualmente aplicable al artista— ha de ganar dinero para poder vivir y trabajar, pero de ninguna manera ha de vivir y trabajar para ganar dinero...", decía ya el joven Marx. Y añadía que la actividad literaria —y la artística— ha de tener una finalidad en sí misma, y que la primera condición para la libertad de creación ha de consistir evidentemente en no convertirla en medio de existencia. Pasaba lo mismo cuando se hablaba del "éxito" como único elemento de juicio para valorar las vanguardias. Tener éxito en cualquier empresa puede ser loable y puede no serlo. Sin embargo, es seguro que la idea de "éxito" va unida hoy a cierta idea de aplauso, de vedettismo, de glorificación comercial, que no parece nada adecuada para una terminología de cuestiones estéticas.

Bajo los efectos de una superficial inspiración marxista, hubo una propensión a tratarlo todo con una mentalidad paneconomicista, moda que a un poeta o a un artista le parecerá siempre muy fuera de lugar. Evidentemente, para tener un auditorio hay que haber obtenido previamente una cierta autoridad, un cierto prestigio. Pero no se llegará nunca a ello únicamente con los mecanismos publicitarios propios del mercado comercial, tantas veces falsos y engañosos, sino con la autenticidad y la profundidad de pensamiento manifestadas por el creador y por la comprensión y la mediación de los expertos, también auténticos, que lo presenten ante el público; y si así no fuera, la crítica de arte no tendría razón alguna para existir. De todas maneras, siempre hace falta un paso mínimo de tiempo, imprescindible, que en definitiva juega a favor de la auténtica obra de arte, ya desgracia, la integridad necesaria. (No estaría mal que de vez en cuando apareciera una sección de "crítica a la crítica" en las páginas de la prensa dedicadas al arte.)

Es interesante observar de donde procedían la mayoría de las recriminaciones más severas que fueron hechas a los artistas en el sentido de falta de conciencia revolucionaria, y especialmente a los de los últimos movimientos. En un extravagante conglomerado iban del brazo el auténtico revolucionario y la honrada impaciencia juvenil, con el artista resentido, el fracasado, el político adulador, el aspirante a nueva cátedra o el marchante y el crítico sin escrúpulos que buscan el lanzamiento propio y el de sus nuevos protegidos.

Pero en general la euforia radical de los que en los primeros momentos, con cierta justificación, parecían tener en jaque el arte, ha ido cambiando ya hacia actitudes más realistas que vuelven a reivindicar el posible papel benéfico del mismo arte que atacaban, dentro de la sociedad, de cara a la preparación de la revolución que entonces no tuvo lugar.
Lo mejor del asunto es que quienes, ignorando por completo el planteamiento global del problema, aprovecharon mejor el momento para hacer más ruido y poner en circulación la idea de que el arte moderno va destinado a complacer a las clases adineradas, fueron como siempre —nos dimos cuenta de ello— justamente los aún aferrados a las concepciones estéticas académicas; los que aún siguen viendo beatamente en la Belleza unas formas y unos valores intrínsecos inmutables, precisamente de la misma manera que la mayor parte del mundo del dinero —y pienso especialmente en nuestro país— todo lo quisiera también inmutable y conservador.

No nos referimos ahora a sus "valores" o ingredientes de sustancia material (oro, plata, piedras preciosas...), aunque son criterios que algunos acarrean de manera vergonzante, sino al "valor" que para bastante gente todavía sigue teniendo esta otra riqueza que es el trabajo acumulado, la habilidad manual, la dificultad... incluso la "gracia" o lo que denominan con vaguedad "belleza plástica". Éstos siguen siendo, según ellos, los criterios serios que en definitiva cuentan en estética. No es extraño que para los que piensan así la cuestión de la avidez posesiva, el destino material de la obra, el hecho de que vaya a parar o no a determinadas manos de coleccionistas, siga siendo motivo de preocupación.

Hay quien piensa, con un sociologismo mal digeri¬do, que este problema puede paliarse adoptando aquellos procedimientos industriales que los pongan al alcance de todos los bolsillos conservando los mismos "valores" de riqueza; de la misma manera como, por ejemplo, la fabricación en serie sirvió para abaratar los coches.
La demagogia se ha difundido tanto que incluso ha afectado a espíritus bien intencionados que, al no saber cómo eludir este final para ellos odioso que podía tener su obra, han optado por la solución desesperada de abandonar el trabajo y han llegado a ver en el arte una sustancia endemoniada y maldita como el mismísimo oro robado a las hijas del Rin.

Pero la verdad es que estos viejos criterios, que originan tantas angustias, nos parecen hoy no sólo superfluos para la obra de arte, sino tales que la mayoría de artistas nuevos los consideran incluso perjudiciales. Una obra que cueste excesivos esfuerzos (pensemos, como nos ha hecho observar el compositor Carlos Santos, en el aberrante sistema de interpretación de algunos instrumentos musicales, o en el esfuerzo inútil de quemarse las pestañas copiando cosas que hoy la fotografía puede hacer en un instante), contiene hoy día más bien un factor negativo que, cuando menos, produce hilaridad.
La monumentalidad, los materiales "nobles" o sofisticados, la complicación innecesaria, la solidez, incluso lo que se denominaba el "honrado trabajo artesanal", la obra bien hecha..., todos ellos son criterios bastante desprestigiados.

Hoy sabemos que los llamados valores estéticos no son siempre algo que rija en la estructura interna de las obras, sino algo que, constituyendo una estructura más amplia con su circunstancia, cuenta más bien por el grado de oportunidad, por el contraste, por la sorpresa, por el choque que pueda provocar sobre el gusto medio aceptado en su tiempo. Más que de obras materializadas, tratase hoy casi de gestos y actitudes que, a veces, ni siquiera cuestan un esfuerzo material, lo cual denotaría inmediatamente esclavitud o servidumbre.
La situación en realidad ha cambiado ya muchísimo desde los acontecimientos de mayo en París. Con los nuevos criterios, ¿qué importancia puede tener para el artista y para la sociedad que alguien, una vez hecho el gesto y contemplado por esta sociedad, e incluso perpetuado a veces en reproducciones y libros, se obstine en convertirlo en objeto apreciable o despreciable y lo acumule en su casa junto con sus monedas y sus joyas o lo tire a la basura?
El arte y el artista siguen evidentemente degradados y marginados, o maquiavélicamente absorbidos, en la sociedad actual, pero quizá las nuevas tendencias nacen ya en función de la toma de consciencia de esta nueva situación.

Hay quien dice, claro está, que sería preferible que el gesto del artista fuera indefinidamente conservado, en un museo o en un lugar público, para que quede como símbolo para las generaciones futuras. Y seguramente es verdad. Pero, ¿podemos exigirle al artista que, en medio del fragor de su lucha por algo vital y quizás apremiante, recuerde que está trabajando para que el día de mañana le pongan en un pedestal? Lo que cuenta para él, hoy como siempre, no es el objeto material, que puede desaparecer; ¿no desaparecieron acaso la mayor parte de las pinturas del gran Mi Fei, por ejemplo, y sin embargo aún se sigue hablando de él? Lo que cuenta, repito, es dejar una huella real por el medio que sea, una comunicación viva que interese y perdure aunque las obras desaparezcan, o sean almacenadas por los ricos o ni siquiera hayan existido jamás materialmente.

Pero en nuestro reino de los tuertos, pese a que todo el mundo, incluidos los propios marxistas, se haya ido rindiendo a la evidencia, sigue afirmándose con contumaz demagogia que el arte nuevo es cosa de ricos (hasta hemos oído decir que son los únicos que lo entienden) por ser éstos quienes lo compran. Y, por supuesto, justamente con el pretendido artista servidor de burgueses son colocados en la picota el marchante y hasta el crítico que le apoya.
¿Y qué otra cosa mejor, también en este caso, para el coro de plañideras que aún no se resignan a la muerte del folklorismo figurativo localista —que en el fondo es lo que realmente aprecia la burguesía seria— sino este río revuelto y toda esta literatura sobre el mercantilismo en que ha desembocado todo lo moderno?

La gente seria, además, no escatima esfuerzos para dar un aire cuanto más científico mejor a su campaña de descrédito. Nunca olvidaremos, por ejemplo, el gran bullicio ocasionado por la aparición del extenso estudio de Raymonde Moulin Le marché de la peinture en France (Les Editions de Minuit, París, 1967). Para algunos puso definitivamente al desnudo los engaños y los trucos que mueven los hilos ocultos de todos los valores estéticos y todas las cotizaciones del arte actual, que —según dicen— son mantenidos artificial y discriminatoriamente por los artistas célebres, sus marchantes y sus críticos a sueldo contra los demás artistas.

Creo que merece la pena tener la paciencia de detenerse unos momentos en el examen de esta publicación para mostrar, no sólo hasta qué punto aquel bullicio careció de justificación, sino que era del todo improcedente esgrimirlo como documento de prueba de una situación completamente imaginaria, que, como nos muestra Raymonde Moulin —queriéndolo o no—, no corresponde a los hechos. No se trata, pues, de defender ninguna tesis a favor del mercado del arte actual, que es aborrecido por el artista como tantas otras cosas, sino de mostrar las tergiversaciones que se hacen con la intención habitual de perjudicar a las vanguardias.

1) De toda la documentación del libro (que la autora considera un mero análisis sociológico del mercado del arte), Raymonde Moulin asegura que no pretende que haya que deducir ningún juicio de valor ni ninguna predicción sobre el arte de nuestro tiempo, tanto de las obras que se consideran de vanguardia como de las conservadoras. Dice que ha llegado al convencimiento de que el arte moderno ha obedecido en lo esencial a la lógica interna de su desarrollo; que esto es anterior a todo éxito comercial y que la historia de las obras no es reductible a la sociología de los constreñimientos de la creación. También dice que su valor, como ya observó incluso Marx, escapa a todas las leyes de los productos manufacturados y que los valores estéticos reales, en todo caso, sólo podrán sujetarse al tráfico de la oferta y la demanda con posterioridad.
Sólo alude un momento a un criterio de valoración estética sobre cierto tipo de pintura —y aún indirectamente— cuando se refiere (pág. 70) al hecho de que los grupos de entendidos franceses (profesionales, intelectuales y artistas) se niegan hoy unánimemente a conceder el estatuto y la dignidad de obra de arte (cito textualmente) a "las escenas folklóricas (del tipo Perdón en Bretaña o Los gitanos), paisajes (brezales y boscajes en primavera y otoño con o sin ciervos, lagos de montaña u orillas de mar, florestas y frutales cubiertos de nieve, puestas de sol), bodegones de flores, frutas, pescado, caza, desnudos y acuarelas turísticas (góndolas venecianas o el Sacré-Coeur de Montmartre)". Evidentemente, se refiere a lo que solemos llamar "pintura de calendario" o "de bazar".

2) Raymonde Moulin asegura que, después de haber hecho innumerables encuestas e investigaciones, ha visto que en Francia hay un "mercado noble de valores estéticos seguros", junto al cual, como en todo, pulula un "mercado vulgar de cuadros de peintureurs que no tiene más valor que el de los materiales que lo componen", y que existen otros que están sujetos a las modas pasajeras. Nos habla de dos clases de marchantes: una, la del "negociante" tradicional, y otra, un tipo de "empresario" original, innovador, dinámico, "que no vende una pintura consagrada y solicitada, sino que desea ser el descubridor de una pintura renovadora y que, por tanto, ejerce una función creadora" como en todos los tiempos la han ejercido los grandes mecenas. Pero también dice, taxativamente, desmintiendo que sean los marchantes los que han lanzado artificialmente a los artistas célebres, que éstos son "los únicos responsables de las invenciones plásticas, que la innovación del marchante —que se sitúa en el plano económico— no es cronológicamente pre¬via y que son los artistas los que hacen a los grandes marchantes: esta constatación es evidente" (pág. 118).

3) Dedica un extenso capítulo a los grandes escritores y poetas, de Baudelaire y Apollinaire, a Bretón y a Éluard, a los profesores y tratadistas, a los críticos profesionales, periodistas, etc., y nos dice asimismo que, junto a los que pueden ejercer una función educativa real, están también por desgracia los escritores que llevan el agua a su propio molino, los falsos profetas, los negociantes y los que con su ignorancia producen la confusión. Por cierto que en este apartado la fantasía de Raymonde Moulin —que de vez en cuan¬do se le escapa— le hace insinuar que parece haber habido poetas famosos que ayudaron a "elevar" a de¬terminados artistas para dedicarse luego a un tráfico oculto con algunos cuadros que les habían sido regalados. Y comete el desliz de citar a Paul Éluard como único ejemplo que ha podido aportar. Casualmente yo conocí de cerca la colección completa que Éluard vendió en vísperas de la guerra, empujado por la necesidad, y conozco personalmente a su comprador. El supuesto tráfico oculto (publicado en todas partes) y el gran negocio del pobre Éluard, que Raymonde Moulin se guarda muy bien de describir detalladamente, consistió en desprenderse de 6 obras de Chi-rico, 10 de Picasso, 40 de Max Ernst, 8 de Miró, 3 de Tanguy, 4 de Magritte, 3 de Man Ray, 3 de Dalí, 3 de Arp, 1 de Klee, 1 de Chagall, etc., hasta un centenar de cuadros, por un total de 1.600 libras esterlinas, que, por añadidura, cobró a plazos. Sólo si a esto se le llama actuación de mafia, estaremos de acuerdo con lo anterior.
Y así podríamos seguir, con la cara y la cruz que presenta el libro, sobre los coleccionistas, los mismos pintores, las ventas públicas, etc.
En el mundo del arte del país vecino, como en todas las cosas humanas, debe de haber, pues, los pros y los contras; pero lo mismo aquí que en todas partes, esto siempre queda al margen de los valores estéticos reales que, con el tiempo, se van consagrando sin necesidad de "mafias" de ninguna clase —¿no será a pesar de ellas?— y menos aún de "conspiraciones del silencio" o de "mezquindades" contra los demás artistas, cosa que, en todo caso, hoy está más en manos de los críticos de arte que de los pintores.

Una buena parte de lo que hoy se presenta apocalípticamente —como diría Eco— y se emplea como argumento contra el arte actual (hasta contra el llamado "vedettismo" ofensivo de los artistas) y como una monstruosidad de la "sociedad de consumo" —y no sabemos por qué persistente misterio hay esta preferencia contra los artistas, puesto que en realidad esto es también aplicable a las otras profesiones—, una buena parte de lo que se dice, repito, representa en realidad vivir en un plano superior histórico en comparación con lo que ocurría antiguamente en arte. La dialéctica de la historia no engaña. Pensemos, si no, en la situación del artista controlado por la Iglesia en la Edad Media o por los reyes y los aristócratas de la Edad Moderna. Es obvio que el nuestro no es el mejor de los mundos. Y que el evidente crimen continuado contra la cultura no debilitará jamás nuestros odios y nuestros deseos de cambio. Pero, pese a todos los inconvenientes y las repugnancias inhumanas, es evidente que en la actualidad no existe aún un modelo claro capaz de evitar los males que pudren todo el mecanismo "represivo-comercial", como se dice, creado en torno al arte. ¿O quizás piensa alguien que sería mejor que unos burócratas designasen a dedo los valores artísticos, como se hace con nuestros alcaldes, o que fuesen designados por las sociedades de autores y pintores, como pasa en muchos países socialistas?

No es porque en torno al arte se haya erigido toda esta mecánica, ni por el hecho de que las obras vayan a parar a las clases adineradas, por lo que su auténtico mensaje resultará afectado. Las exposiciones en las salas de marchantes privados tienen la entrada gratuita. Las reproducciones se multiplican. Hay escritores y hay críticos serios que bien pueden aclarar algunas cosas. Los peligros de que este mensaje no llegue al pueblo no se deben precisamente al destino material de las obras. Sabemos que este peligro viene de muchos otros sitios y que se trata de una responsabilidad que no puede achacarse en absoluto al artista, al marchante o al crítico.
En todo caso, repitámoslo, es todo el "sistema" el que debe ser impugnado.

Mayo, 1969


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