MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
En el vigésimo aniversario de la muerte de Pasionaria, recordamos este artículo publicado en el País el 10 de dicembre de 1995
La burguesía renovaba, y renueva, cada cinco años sus cuadros dirigentes en las universidades. El proletariado tuvo que hacer una larga marcha hacia la cultura convencional, pasando por la escolarización, la alfabetización y el descifrar los códigos de la cultura establecida para comprobar hasta qué punto traicionaban sus propias necesidades.
Por eso la guerra civil sería algo más que una victoria militar y se convertiría en un genocidio cultural contra las vanguardias que más daño podían hacerle al reaccionarismo español: desde los intelectuales más avanzados hasta los intelectuales orgánicos de la clase obrera, convertidos en dirigentes de los movimientos sociales y de los partidos de izquierda, pasando por los maestros de escuela, que habían plantado la cizaña de las ideas de emancipación entre las mieses de la España contrarreformista.
Dolores representaba no sólo ese odioso ruido de los proletarios capaces de juzgar la realidad y la historia, sino, además, la no menos odiosa transgresión de la mujer opuesta al prototipo reaccionario femenino y que Franco idealizó en la figura de su propia madre, aquella sufridora doña Pilar, una buena mujer sin duda, que supo asumir con resignación cristiana las veleidades masónicas y faldilleras de su marido.
Militante en un PCE minúsculo, tan desdeñosamente juzgado por Mola en sus memorias, que no se explica el porqué de una guerra civil contra "la hidra comunista" Dolores Ibárruri era mujer de larga zancada que dejaría atrás a su propio marido, en un camino marcado por los hitos de los hijos que enterraba como consecuencia de la miseria y la desatención en la que vivieron las clases populares españolas prácticamente hasta el boom económico que ocuparía la década 1963-l973. Las Memorias de Dolores son extraordinarias para constatar ese medio social que la hizo a la vez posible e imposible, como una excepción que confirmaba la regla de una clase social condenada al silencio y a la resignación de sus mujeres.
En Pasionaria y los siete enanitos he tratado de ofrecer el cuadro de las reacciones de los hombres ante aquella mujer de estatura, en todos los sentidos de la palabra, poco común. Desde la calumnia de los franquistas, que la consideraron una tierra roja, hasta la agresión verbal de algunos camaradas caídos en desgracia, Dolores es el referente de la mujer que no responde a los moldes establecidos. Lo es también para su propio hijo Rubén, aquel niño que aprendió la vida clandestina desde que nació, que se curtió, hiciera sol o lloviera, a las puertas de la cárcel de Madrid, día tras día, esperando que liberaran a su madre, que renunció al estatuto de hijo de dirigente de la República para hacer la guerra civil a los 18 años y que, finalmente, moriría en el asedio de Stalingrado, defendiendo la causa de la libertad y la revolución frente a las tropas nazis. También Rubén vio toda su breve vida condicionada por la excepcional figura de su madre, y se convierte en cierto sentido en el chivo expiatorio de una historia en claroscuro a partir de la guerra civil.
Todos los líderes mundiales que conocieron a Dolores contribuyeron a la construcción del mito y a que la palabra Pasionaria se incorporara al vocabulario universal como sinónimo de mujer que lucha por la emancipación. Hasta muy recientemente, Ángela Davis o Rigoberta Menchú merecieron este apodo por parte de la prensa internacional. El censo de poesía suscitada por Pasionaria es impresionante, sea en verso, Neruda por ejemplo, o Hernández, su gran definidor poético, sea en prosa gracias a un Hemingway que glorificó a Dolores y a Líster.
También el censo de insultos y de frialdades críticas es impresionante, porque Pasionaria no sólo fue la indiscutible heroína de la España proletaria, sino también la dirigente del PCE y de la Internacional corresponsable, por acción o por omisión, del caso Nin y posteriormente, ya secretario general del PCE, responsable del tenebrismo que cae desde la dirección sobre la esforzada lucha de los comunistas de a pie en el interior de España o en la resistencia de la Europa ocupada.
El periodo que media entre su ascensión a la secretaría general y la pérdida factual de tal responsabilidad a finales de los cincuenta, hay que caracterizarlo por las dificultades vividas por un partido que durante la guerra civil no ha preparado el paso a la clandestinidad y que una vez en el exilio se enfrenta a una Segunda Guerra Mundial, a la dispersión de sus principales cuadros, a la feroz represión franquista y a la condición de partido especialmente protegido por la URSS estalinista, en plena paranoia de infiltraciones contrarrevolucionarias.
Creo, sinceramente, que a Dolores le iba admirablemente la tarea de ponerse al frente de las masas, de vivir sus vidas, de darles voz, pero que le venía ancha la responsabilidad de dirigir aquel partido en tal difícil situación aplastada, además, por las consecuencias emocionales de la muerte de su hijo en Stalingrado.
Lo cierto es que la ya vieja dama supo dimitir con dignidad y dejar vía libre a Carrillo y sus muchachos, un grupo de presión de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). No estaba del todo de acuerdo con su línea, ni con sus procedimientos, pero Dolores fue toda su vida una legitimista del centralismo democrático y por eso se explica que secundara las decisiones de la mayoría, incluso cuando el PCE rompe con la Unión Soviética en 1968, tras la invasión de Praga.
También esta lealtad a la norma interna, este legitimismo tal vez de raíces carlistas y de remache leninista, la lleva a asumir sin pestañear, o pestañeando poco, la caída de Carrillo y las sucesiones de Gerardo Iglesias y Julio Anguita. Por entonces ya era una mujer que lo había vivido casi todo, que había pagado sus deudas y enterrado a sus muertos y ese retrato escogido, sin duda idealizado, fue el que le respetó Andrés Sorel en una semblanza pacificadora del personaje como si le diera los últimos sacramentos laicos.
Una peripecia de la vida de Dolores llama la atención sobre el todavía no resuelto dilema sobre la prioridad de cambiar la vida y cambiar la historia. Aquellos revolucionarios comunistas esforzados y emancipadores no digerieron nunca bien que una mujer de 40 años tuviera una relación amorosa con un mozo de veintipocos, Francisco Antón. Desde una moral de monjas ursulinas descalificaron una historia de amor probablemente avanzada a su tiempo y que costaría más cara a Dolores que al propio Antón. Pero esta es otra percepción del personaje, la Dolores viva que se ocultó a sí misma en la segunda parte de sus memorias cuando su vida se había historificado y confundido con la historia del PCE.
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