miércoles, 18 de noviembre de 2009

Historia de tambor y trompeta

Julián Casanova
El País 7 de Noviembre d 2009


Hay muchas formas de abordar la historia de España, pero la que se distingue con el Premio Nacional casi siempre es la misma: la que presta la máxima atención a las aventuras de reyes y nobles, a sus pompas, guerras y conquistas. En la Monarquía se encuentra el tronco de nuestra historia común, parece que piensan quienes conceden ese premio, el vínculo uniformador de nuestro pasado más remoto con nuestro presente más actual.

Y es esa historia apologética del poder, de sus símbolos e instituciones, la única que se reconoce casi todos los años, con las debidas excepciones, con el Premio Nacional de Historia de España. Es como si el tiempo no hubiera pasado, como si el Ministerio de Cultura, el organismo que otorga esos premios desde el comienzo de la democracia, fuera todavía el Ministerio de Información y Turismo de la dictadura.



No es ese tipo de historia, sin embargo, la que enseñan, escriben y divulgan la mayoría de los historiadores. La democratización y el surgimiento de la sociedad de masas obligó a los historiadores a cambiar sus discursos y objetos de estudio durante el siglo XX. Fueron muchos los que reclamaron con sus investigaciones una historia que tuviera en cuenta los factores económicos, sociales y culturales. Una historia que dejara de concentrarse en las vidas y acciones de reyes y notables y mostrara interés, por el contrario, por sectores más amplios de la sociedad y en las condiciones bajo las que vivían.

Al desplazar el foco de interés desde las élites o clases dirigentes a las vidas, actividades y experiencias de la mayoría de la población, el estrecho campo de los sujetos históricos abarcado por la historia política tradicional se ensanchó y el estudio del pasado se democratizó.

Frente a la historia apologética del poder, utilizada y manipulada para generar una mayor lealtad de los ciudadanos a los dirigentes del Estado, surgió una nueva historia, casi siempre etiquetada como social, enriquecida por los hallazgos de antropólogos, economistas y sociólogos, que escuchaba los ecos de todas las voces marginadas por las historias oficiales.

Las cosas resultaron algo diferentes en España.

La victoria franquista en abril de 1939 y las posteriores décadas de dictadura se manifestaron, por lo que a la historiografía se refiere, en la imposición de una perspectiva reaccionaria y antiliberal que ignoró en todo momento las divisiones sociales, lingüísticas, religiosas y de sexo, y levantó un poderoso dique de contención frente a las nuevas corrientes en las ciencias sociales y a los análisis de las fuerzas anónimas y colectivas.

Aunque lento y desigual, no obstante, el avance de esa nueva historia ha dado también entre nosotros, en los últimos años, notables frutos. Hemos recuperado una buena parte del desfase en que nos dejó ese periodo tan excepcional que fue el franquismo, por su dureza, duración y miseria intelectual.

Los historiadores escriben en la actualidad sobre una multitud de temas inimaginable unas décadas antes. Cualquier aspecto de relevancia, mínima o máxima, para los humanos tiene ya su historia escrita, leída muchas veces por miles de personas.

Nada de eso preocupa a quienes controlan el mecanismo de concesión de los premios nacionales de historia de España. No es que no conozcan esas otras historias, los buenos libros que todos los años aparecen sobre esos temas en el mercado; sencillamente, las desprecian y en el fondo consideran que esas narraciones de las experiencias cotidianas de hombres y mujeres rescatados de la multitud anónima son irrelevantes, subproductos de la historia que no pueden compararse con la grandeza de la Monarquía.

La primera obra premiada por el Ministerio de Cultura, en 1979, fue Los orígenes del Consejo de Ministros de España, un estudio en realidad de la Junta Suprema de Estado que existió entre 1787 y 1792; la última, treinta años después, ha distinguido al mismo autor, José Antonio Escudero, por coordinar El Rey. Historia de la Monarquía.

En medio de esas dos fechas, libros dedicados a Fernando III, Felipe II, Isabel I o Alfonso X. Premios que han ido a parar muy a menudo a miembros de la Real Academia de la Historia, concedidos por miembros de las otras Academias. Y todos los premiados fueron varones, excepto una mujer, Mª del Carmen Iglesias, a quien se le dio el premio en el año 2000 no por una obra suya, sino por prologar y coordinar un estudio sobre los “símbolos de España”, el escudo, la bandera y el himno, escrito en su mayor parte por otros dos académicos de la Real Academia de la Historia.

A comienzos del siglo XXI, Clío, la musa de la historia, se presenta ante la sociedad con muchas caras, haciendo de la historia un elemento esencial para la educación ciudadana y la cultura pública. Los miembros de las Reales Academias no se han dado por enterados y siguen premiando a la historia que el inglés J. R. Green llamaba hace más de un siglo “de tambor y trompeta”.
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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza


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