martes, 16 de agosto de 2011

EL POETA DE ESTADO


Contra la Soledad.
Felipe Alcaraz

EL POETA DE ESTADO

El poeta de estado cree haber encontrado en un sótano maloliente de Sevilla a “El último revolucionario” (ver “Público”, día 8). Los post- modernos, como dice Jameson, siempre están sentenciando el fin de algo, como final (punto de partida) de la nueva modernidad y, desde luego, el fin de la revolución es algo que buscan denodadamente, sobre todo si se hace desde el interés de la nueva cohesión del estado moderno y racional, una vez se ha cerrado el paréntesis comunista. Lo que ocurre es que esta vez se pasa: sitúa al último revolucionario en el sótano de una mercería, lanzando una soflama esperpéntica, propia de los hermanos Álvarez Quintero, mientras sitúa el contrapunto de la modernidad de la gente normal ni más ni menos que en esos grandes almacenes que nunca han logrado cerrar los piquetes en las huelgas generales: es la metáfora impagabla de la derrota de los “proletarios”, como dice el poeta de estado despectivamente, contraponiendo esta denominación a la de “ciudadanos”.
El poeta de estado, frente a la fiebre irreal de los diplodocus, mantiene la teoría de que siempre, y a pesar de todo, hay que ser feliz, desde la conciencia personal, eso sí, desde la honradez del hombre libre y sus amigos conjurados: pero, sobre todo, ser feliz, como una obligación, como una ética, incluso como una especie de obsesión que comunica directamente con esa habitación maquiavélica del fin justificando los medios.
El poeta de estado ha colegido que en la modernidad son más importantes los finales que los principios, es decir, que han envejecido hasta el fallecimiento muchos valores que parecían inconmovibles y que ahora lo que corresponde, tal como proclama el estado del capitalismo postmodeno, es un permanente pacto de convivencia donde el referente del mercado lo marca todo y, desde luego, marca también la poesía y su ruta realista por la experiencia de los seres felices que se pierden jubilosamente por las escaleras mecánicas de los grandes almacenes que, rodeados de policía, nunca cierran, a pesar de los acosos proletarios (por lo visto los proletarios no son ciudadanos).

El poeta de estado ancla su máxima aspiración de libertad a depender solo de su conciencia individual y privada, de su conciencia limpia de partidos y proyectos remotos. Su trabajo de conciencia consiste en hacer estado, en atraer las diferencias a un centro de alegría y pacto, a la moderación de la paz, de la norma y del entendimiento con el mercado, aunque sea el poético; al buenismo universal como nueva caridad que emana de la tranquilidad cotidiana de los que han aprendido a vivir bien, como norma de felicidad.
El poeta de estado es el centro, es la voz del nuevo estado, de la amplia avenida de la modernidad, y criticarlo a él es criticar al 15-M, criticar a los sindicatos, criticar al sentido común y al santo realismo de los que no enloquecen pensando ridículamente en la posibilidad de la revolución: es decir, los seres normales. Esos seres que no necesitan esperar las consignas de China o de Cuba y que encuentran en las escaleras mecánicas de los grandes almacenes y entre los montones, como tentaciones, de los artículos rebajados, su santo y seña, su equilibrio, su felicidad en suma.
Dicen que cuando Aznar sustituyó a Felipe González fue preguntado por los artistas y escritores que, a su juicio, deberían asistir a su bodeguilla. Y Aznar parece que respondió: “los mismos”. Sea o no cierta la anécdota, no es difícil imaginar en todo caso a un poeta de estado leer con la misma entonación conmovida sus poemas a uno que otro presidente. Aunque sea por razones de mercado.
Quizás sean escenas de los nuevos episodios nacionales del capitalismo postmoderno y de la nuevas clerecías de estado que se inauguran en la década de los 80.

No hay comentarios:

Publicar un comentario